La muerte de Verónica Lescano no puede ser el final. Quedan enormes tareas para revertir lo denigrante e injusta que fue esta historia para ella y sus hijos.
La muerte de Verónica Lescano no fue un accidente y podría haberse evitado. La noticia conocida este viernes fue el peor final para una historia que presagiaba un desenlace trágico. Parte de ese montón de situaciones que hacían posible una tragedia para la madre de 34 años y su familia se revelaron después del incendio del 25 de junio. Pero lo peor del caso es que muchas circunstancias que hacían a la desgracia no sólo posible sino probable se conocían antes de que esa casilla de cartón, chapas y nylon arda en llamas.
A un mes y medio del hecho, las pericias forenses siguen en curso. Hasta el momento no hay pruebas de que el fuego fue provocado por algún combustible u otro material. Pero tampoco se descarta que haya sido intencional, y hay pruebas de sobra que sustentan esa posibilidad. Verónica era víctima de violencia de género de tres hombres distintos. Había hecho innumerables denuncias en Tribunales y conseguido restricciones sobre los violentos, pero había denunciado en redes sociales la ineficacia de esas medidas. La noche del incendio ella había activado el botón antipánico: una herramienta cuestionada porque recarga a la víctima en vez de controlar al agresor, y a veces cuando llega a ser utilizada es demasiado tarde.
El video que grabó, desesperada, es una crónica descarnada del infierno que vivía a diario. El mensaje fue dirigido con nombre y apellido al juez de Garantías, Mauricio Mayer, a quien responsabilizó del peligro que corría con sus hijos por las amenazas y violaciones a las medidas de restricción de uno de los violentos. “Tengo pruebas presentadas, las tiene Monitoreo (del Servicio Penitenciario). Doctor Mauricio Mayer, esto es su responsabilidad. Usted dio las órdenes para que él esté libre en su casa. Ellos no cumplen las restricciones. Evite una desgracia. ¿Qué quiere, que sea otra Fátima (Acevedo) más?”, rogó Verónica.
La crónica de su muerte anunciada cuenta la vida a la que fue sometida por los violentos en las narices del Estado. “¿Cuántas casas más vamos a perder, cuántas escuelas de mis hijos, cuantos años van a perder?”, insistió. Y reveló otro riesgo que corrían sus hijas: “hay criaturas de 9, 10 y 4 años que pueden ser víctimas de violaciones por un degenerado de mierda”, soltó. El chat con uno de los agresores, que ella difundió, atormenta: “a tu hija la voy a hacer mía”, escribió uno de los violentos. Y le hizo una amenaza que anunció un probable desenlace: “no quiero ver más noticias sobre mí porque te mando a prender fuego”.
Es obvio que el reclamo de Verónica al juez Mayer vale para todo el Poder Judicial entrerriano, pero hay que decirlo igual. Sus frases son insuperables para definir a un Poder que demuestra, en general, ser de varones para varones, y de ricos para ricos. “Usted no está en mi lugar porque es hombre (…) Si no le importa un carajo mi vida y la de mis hijos porque no tenemos plata, entonces no sirve como juez”, interpeló Verónica.
Reviso la expresión del principio: la muerte de Verónica no es, no puede ser, el final. Quedan enormes tareas para revertir lo denigrante e injusta que fue esta historia. ¿Podrán las autoridades, funcionariado y personal del Estado garantizar cuidado y condiciones de vida dignas a los cuatro niños huérfanos? ¿Decidirá el Estado provincial todo transformar su trabajo en violencia de género, con urgencia y con todos los recursos que existen y que se decide no destinar a personas como Verónica y sus hijos? ¿Cuáles son sus prioridades?
¿Es una consigna tan repetida como para perder fuerza la de que no haya más Verónicas, más Fátimas? Las proclamas reflejan una realidad que está acá nomás, ahí, es la que grita desde esos expedientes, esas carpetas, esos archivos digitales, amontonados, a veces olvidados, enmudecidos hasta que esas denuncias, esas realidades, esas vidas que contienen, los desbordan, estallan, queman y duelen como duele esta muerte, esta muerta más que podría haber vivido. Y vivido bien. O al menos sobrevivido, como sobrevivió hasta que el desprecio, y no una colilla de cigarrillo, la dejó morir.
Fuente: Diario Uno de Entre Ríos